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Ica: Océano de Arena


Foto:Alejandro Balaguer

 

 

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Foto:Alejandro Balaguer

 

 

 

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Foto:Alejandro Balaguer

El desierto es uno de los accidentes naturales más especiales en el mundo. En el Perú -donde parece que la naturaleza hubiera querido montar una suerte de exposición de todo lo que existe en el planeta- contamos con dos excepcionales muestras.

Al norte, en Piura, un desierto amplísimo que tiene la suficiente cantidad de lluvias y humedad para mantener vivo, aunque permanentemente seco, un manto de retorcidos arbustos, que parece detenido en el tiempo.

Y al sur, ya lejos del trópico, el agua se ausenta por completo de un pedazo de tierra tan grande que entraría en él un pequeño país europeo. Salvo por los dos largos ríos-oasis, el río Ica y el río Grande, en los cuales se sitúan los pocos centros poblados, este desierto es un lugar tan inhóspito como bello, un interminable subir y bajar de dunas enormes como cerros, eternamente barridas por un viento tan fuerte y temperamental, que a veces parece querer levantar el desierto entero de un sólo tirón.

La sensación que se tiene al recorrer sus arenas, cuando uno se desliza entre sus infinitos pliegues que reciben nuestros pasos casi abrazándolos, sólo se puede comparar con la que se tiene surcando las olas en alta mar. Océano de arena, y mar de opuestos.
Uno no puede dejar de preguntarse cada tarde, a dónde querrá ir el aire con tanta prisa. Preciosa costa que se reserva el derecho de admisión, exigiendo de quien quiera visitar sus maravillosas playas, un carnet de aventurero profesional.

En el desierto comprendido entre Pisco e Ica, se pueden observar hermosas formaciones de dunas alineadas como medias-lunas, unas aisladas y otras agrupadas, pero que en conjunto, suscitan pensar que se trata de "familias de dunas". La inmensidad del desierto, está cruzado por "ríos secos" u oasis costaneros formados por los ríos Chincha y Pisco. Los ríos Ica y río Grande, que riegan importantes valles, sólo llegan al mar cuando las lluvias en la sierra inflan desmesuradamente sus volúmenes, de lo contrario se quedan a medio camino.

No hay una región como Ica en toda la costa del Perú que reúna de mejor manera la belleza de sus paisajes, sus exóticas islas, su tremenda y escondida historia, su exhuberante fauna y, sobre todo, los colosales obstáculos que presenta para el desarrollo del hombre.

En sus costas se hallan las cumbres más altas del litoral, como el enorme cerro Huricangana (carreta de oro, en quechua), que remoja sus 1700 metros, sin quitarse las faldas, al sur de río Grande. Y muchas otra cimas como el Cerro Lechuza en la Península de Paracas o el Cerro Carreta y el Morro Quemado en ambos extremos de la Bahía de la Independencia, que bordean los 500 metros de altura y que son magníficos miradores que dominan estas tierras de leyenda.

En Nazca se encuentran también las huellas de una civilización de titanes que sobre la tierra nos revelan, como las líneas de una mano planetaria, el oculto destino de un pueblo que el tiempo y la arena se llevaron para siempre. Son las huellas de un dominio prodigioso del desierto al que finalmente sucumbieron, a pesar de la presencia de centros poblados tan importantes como la poco conocida ciudad perdida de Cahuachi, supuestamente más grande que Chan Chan, considerada hoy la ciudad de barro más grande del mundo.

Paracas, la más grande reserva natural de la costa y la única con real incidencia en la vida marina, se sitúa imponente como la inmensa puerta de entrada a una zona de más de 200 kilómetros de hermosas y escondidas playas, que exigen a sus visitantes un espíritu de aventura propio de legionarios. Se extiende hasta la fabulosa ensenada de San Fernando, último refugio del cóndor costero, que está llamada a convertirse en reserva muy pronto y hacer de Ica la Meca de los naturalistas y de todos los que gustan de observar a la naturaleza en toda su majestuosidad.? endofarticle.gif (44 bytes)

Por Ricardo Espinosa Reyes
Año I/Número 6 , Página 30
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