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Chachapoyas: Arquitectura del Asombro


Foto:Alejandro Balaguer

 

 

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Foto:Alejandro Balaguer


 

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Foto:Alejandro Balaguer

 

 

 


Foto:Alejandro Balaguer

 

 


Foto:Alejandro Balaguer

 

 


Foto:Alejandro Balaguer

Allí estaban esos rostros hieráticos mirando sin mirar. Con las mismas concavidades vacías de los reyes de Luxor, o las estatuas de la isla de Pascua. Con la misma expresión en el rostro que parecen querer decirnos algo que todavía no podemos entender. Sin embargo, no estábamos en Egipto, ni en Chile, sino en la serranía de Chachapoyas, al noreste del Perú. De pronto pisé en falso al borde del diminuto sendero y una piedra se desprendió verticalmente, en filoso silencio, hacia la lejana y profunda garganta de la quebrada de Juscubamba. Pálido como la ropa interior me senté al borde del precipicio y levanté la cabeza para contemplar, ahora sí con mucha reverencia, los sarcófagos de Karajía que, por estar estampados en la parte superior de un cerro cortado como con cuchillo, parecían haber sido esculpidos por seres alados. El miedo me hizo intuir lo que esos antiguos monarcas de la etnia de los sachapuyas me advertían: ¿Qué haces por acá hombrecillo? Vuelve adonde perteneces.

Pensé en Lima, en las tranquilas noches frente al televisor, pero también en la furia de las barras bravas y la inquietud al caminar por cualquier callejuela al anochecer. La cosa estaba empatada, y más allá de cualquier utópico deseo, sólo me quedaba incorporarme y continuar caminando. ¡Alvaro!, te espero abajo. Alejandro ya había terminado con sus fotos y su voz me recordó la ácida mañana limeña cuando empezó esta aventura.

El Jorge Chávez. Una luz enfermiza filtrándose por los ventanales. Y la cara desesperada de Alejandro con los pasajes en alto. ¡Alvaro!, corre que nos quedamos en Lima. Corrí, corrimos hasta las escalinatas del bimotor.

El avión rompió el costurón de nubes que cubre Lima y se dirigió al norte. El sol plateaba en el fuselaje de la aeronave y en la sonrisa de las azafatas. Una hora después Alejandro cerró el libro que estaba leyendo al ver que descendíamos sobre una tenue línea negra al borde del abismo. El color le volvió al rostro cuando el avión terminó de carretear sobre la pista. Había que acostumbrarse, pues los habitantes de esta región viven más sobre las accidentadas ondulaciones de sus montañas que en sus estrechísimos valles.

El alcalde de Chachapoyas, Leonardo Rojas Sánchez, nos recibió con un trago de huarapo en la mano, y luego del brindis de rigor nos dirigimos a la ciudad en compañía del guía Martín Chumbe. Había mucha animación en las normalmente apacibles calles de Chachapoyas, especialmente en el barrio de Santo Domingo donde se lucían caballos de paso bailando marinera con damas chaposas y alegres de huarapo. Comimos el típico purtumute (una mezcla de mote, frijoles, culantro y cecina), visitamos los rústicos trapiches donde se prepara el huarapo y nos acostamos temprano pues al día siguiente teníamos una dura caminata por delante. Aunque fue inútil: la inquietud por conocer los enigmáticos sarcófagos de Karajía nos mantuvo insomnes más allá de la medianoche.

Tras la huella de los sachapuyas

Después de los incas, la etnia de los sachapuyas, dentro del mosaico de las culturas prehispánicas, es la que ha dejado el más vasto -alrededor de 500 complejos arqueológicos- y rico legado arquitectónico. El historiador Waldemar Espinoza considera que los sachapuyas (de sacha: monte y puya: neblina, por la constante nubosidad en la zona), asimilados al imperio inca por Túpac Inca Yupanqui en 1452, fueron una confederación de pequeños reinos que tenían una alianza política y un bagaje cultural en común (lengua, cerámica, entierros y un marcado estilo arquitectónico). El etnohistoriador alemán Peter Lerche ha calculado su población entre 300 y 530 mil habitantes, la cual disminuyo dramáticamente después de la conquista ( "más de un noventa por ciento de la población andina que moraba la provincia de los chachapoyas, había desaparecido 200 años después del contacto con Europa").

Su lengua también se perdió para siempre. Sin embargo, en base a estudios comparativos con toponimios pre-inca de la zona, el lingüista Paul Rivet concluyó que tenía relación con el Caribe y especialmente con la cultura Chibcha (Colombia).

Pero hay algo que no pudo derrotar ni el tiempo ni las conquistas: las múltiples expresiones de su arte y arquitectura que pueden asomar en la punta de un cerro (Kuélap), en plena jungla (Gran Pajatén, Vilaya), o en sitios casi inverosímiles, de cara al abismo, como los sarcófagos de Karajía a los que nos estábamos dirigiendo a la mañana siguiente de nuestra llegada. Lo que no podíamos imaginar fue que la seducción por seguirle la huella a los sachapuyas cambiaría nuestros planes al punto que dormiríamos en el campo las siguientes noches y ya no volveríamos a Chachapoyas hasta el momento de nuestra partida.

Acompañados de cinco gringos de Colorado y del guía Martín Chumbe nos dirigimos al poblado de Luya a 40 minutos de Chachapoyas. Allí, bajo sus techos de tejas y sus casas blancas, iniciamos la caminata. Pasamos por los caseríos de Corazón de Jesús y Huaychopampa. Pasamos por campos de maíz y alfalfa. Y llegamos a Shipata, pueblo que se estira antes de la hondonada de Juscubamba, en uno de cuyos lados -el más accidentado- se ubican los sarcófagos de Karajía.

Ya llevábamos caminando más de cuatro horas. Y también habíamos decidido quedarnos a dormir -como sea- en Shipata pues, según nos indicó Martín, la luz no sería favorable para que Alejandro tomara las fotos. De manera que, ya sin apuros, me acerqué a curiosear a un rincón del pueblo de donde el viento traía el sonido de una banda. Resultó ser el cementerio. El ataúd todavía no había sido tapado con tierra. Rústicas cruces de madera luchaban por mantenerse erguidas. Los músicos me invitaron un vaso de yonque, fuerte licor de caña que consumen los campesinos. La gente comía y tomaba, sin escándalo, pero desprovista del riguroso formalismo presente en los entierros limeños. Al día siguiente, luego de encontrar posada en Shipata, conoceríamos la manera como honraban a sus muertos siglos atrás.

Pueblos de piedra y paja

Después del susto bajo las sepulturas de los antiguos jefes étnicos de los sachapuyas, el mismo que permite que Karajía se haya mantenido relativamente intacta ante los ojos del visitante, bajé la cuesta y encontré a Alejandro bien montado sobre un caballo. Cogete de la cola -me dijo- y la subida a Shipata se te hará más fácil. Así fue.

En Luya nos esperaba el carro del municipio que nos trasladó a Jalca Grande. En el camino entramos al valle del Utcubamba, con sus puentes coloniales, un espléndido río verde, árboles de tara y molle y pequeños pueblos esparcidos de cuando en cuando. Uno de ellos es Tingo. Allí nos encontramos con Martín y los cinco gringos de Colorado. ¿Qué tal durmieron? -nos preguntó. La respuesta fue un bostezo y una estirada de brazos. Compramos galletas y gaseosas y quedamos en vernos al día siguiente en Kuélap. El carro se aparta del valle y repta por una sinuosa cuesta. Unos techos altivos, algunos de ellos cónicos, anuncian la presencia de Jalca Grande. El pueblo fue construido sobre ruinas prehispánicas. En una esquina de la Plaza de Armas se asienta una iglesia de piedra que data del siglo XVI y, al otro extremo, un pequeño museo que ha rescatado los atuendos religiosos que trajeron los curas de banca (o estables), algunos de cuatro siglos de antigüedad y bordados con hilos de oro y plata. Cerámica y utensilios de piedra de los sachapuyas se lucen en los modestos estantes.

Esa noche dormimos bajo un pedregal de estrellas y al amanecer recorrimos las calles de este milenario pueblo. Desde la parte baja se puede distinguir claramente, en las cima de una montaña del otro lado del valle, las ciclópeas murallas de la fortaleza de Kuélap. Era hora de ir en su busca.

Volvimos al pueblo de Tingo, donde son todavía notorias las cicatrices del aluvión que lo arrasó en 1993, y necesario punto de partida para llegar a Kuélap. Si se está en buen estado físico se puede arribar caminando unas 4 o 5 horas. Nuestro problema consistía en que debíamos retornar a Lima al siguiente día. De modo que nos enrumbamos por una carretera que pasa por los pueblos de Longuita y María antes de acabar a los pies de Kuélap a 3,000 metros de altura. Este magnífico altar de piedra fue dado a conocer en forma oficial en 1843 por el juez Juan Crisóstomo Nieto, su descripción de las ruinas -las dimensiones que indicó corresponden a un volumen que supera tres veces la Gran Pirámide de Cheops- atrajo la atención de varios científicos. Entre ellos, Antonio Raimondi (1860), el geólogo suizo Arturo Werthemann (1870-75), el viajero francés Charles Wiener (1881) y el antropólogo suizo Adolph Bandelier (1893).

Mientras Alejandro se adelantaba a hacer su trabajo me paré frente a esa colosal muralla de 584 metros de largo por 20 de altura que había visitado años atrás. Fue cuando vi al mismo alto y desgarbado guardián de la fortaleza en ese entonces. Era José Portocarrero quién, junto a su familia, cuida a Kuélap de los nuevos invasores desde hace 18 años.

Debió ser muy difícil para los incas conquistar este bastión, pues al interior se levanta otra inmensa muralla, además que sus tres únicas entradas adelgazan en la medida que uno entra hasta permitir el paso de una sola persona, facilitando la acción de los defensores para hacer puré a los invasores. Pero no todo es monumental en Kuélap, hay construcciones circulares adornadas con frisos, orquídeas y árboles que le dan un aspecto salvaje y poético a la vez y, en el extremo sur, se encuentra el "Tintero" con sus paredes increíblemente inclinadas hacia afuera, desafiando la gravedad, y con un rostro labrado en la base de su estructura. El interior del "Tintero" tiene la forma de una botella de cuello largo. Algunos aseguran que fue un oráculo u observatorio astronómico, otros, que sirvió para realizar sacrificios humanos y, los más imaginativos, que al fondo un otorongo espe raba que le arrojen un enemigo bien gordito.

Por Alvaro Rocha
Año I/Número 5 , Página 50
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