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Ayacucho: la Canción de la Alegría

[Ayacucho]
Foto:Alejandro Balaguer

 

 


Foto:Alejandro Balaguer

 

 


[Pampas de Quinua]
Foto:Alejandro Balaguer

 

 

[Cristo]
Foto:Charles Stone

 

 

 

[Fortaleza]
Foto:Alejandro Balaguer

 

 

 

 

[Procesion]
Foto:Charles Stone

 

 

 

 

Se fundó bajo el nombre de San Juan de la Frontera en una fecha que hoy es muy lejana: 9 de enero de 1539. Desde entonces, un extraño designio ha ocasionado que la ciudad de Huamanga, capital del departamento de Ayacucho, se vincule siempre a hechos históricos muy importantes para el Perú.

Su fundación la ordenó el conquistador Francisco Pizarro al conocer que su ubicación era el punto clave en el camino imperial que llevaba a los viajeros de la ciudad del Cusco a la ciudad de Lima. En el tiempo del virreynato su importancia fue creciendo por ser el obligado centro de descanso en la larga ruta de la costa hacia el Cusco, y también por los testimonios de los cronistas alabando la belleza de sus paisajes y la excelencia de su clima. «Es siempre de primavera, de alegre cielo y sanos aires» escribió, en 1615, el carmelita Antonio Vásquez de Espinoza. Y como él muchos otros dieron igual testimonio.

Era tal el esplendor de su cielo y la belleza de sus campos, que cuando en 1580 se descubrió el gran yacimiento de la mina Todos los Santos de Huancavelica -el mercurio allí existente sirvió para procesar la plata que durante trescientos años marchó a España- ninguno de los prósperos mineros quiso variar su residencia y, por el contrario, la riqueza proviniente de la fría y lejana ciudad minera de Huancavelica, sirvió para construir en Huamanga espléndidos monumentos religiosos y hermosas casonas que hasta hoy existen tras albergar a lo largo de los años a conquistadores, virreyes y libertadores.

Cuando el tiempo del yugo español debió llegar a su fin, Huamanga siguió vigente en la historia. El 9 de diciembre de 1824, en las Pampas de la Quinua situadas a escasos 19 kilómetros de la ciudad, se libró la batalla definitiva que dió lugar a la Independencia de América del Sur. Aún hoy se recuerda el hecho cada diciembre con una escenificación de aquella batalla libertaria. Decenas de pobladores se enfundan en vistosos uniformes de la época y, en el propio escenario de las Pampas de la Quinua, vuelven a celebrar los usos de aquella batalla.

No sólo casonas virreynales, antiguas iglesias, solemnes conventos y batallas definitivas, también existe una casa de estudios con una trayectoria que siempre influyó en la ciudad. En la Plaza de Armas, el 3 de julio de 1667, se fundó una de las más antiguas universidades de América: la Universidad de San Cristóbal de Huamanga. En ese tiempo, esta casa de estudios modificó sustancialmente el apacible transcurrir de sus moradores y, siglos después, esa misma universidad volvería a impactar en la vida de la ciudad de Huamanga con episodios de cruel violencia. En las aulas de esa casa de estudios, un forastero llamado Abimael Guzman fundó Sendero Luminoso, uno de los más letales movimientos terroristas de este siglo. Así, durante la década del ochenta el nombre del departamento de Ayacucho y su capital Huamanga, se hicieron conocidos en el mundo entero como territorio de hechos de inusitada violencia promovida por Sendero Luminoso.

Todo lo que realizó el senderismo marcó profundamente al Perú, al punto que existe un país antes y otro después del senderismo. Como puede verse el extraño designio que lleva a la ciudad de Huamanga a protagonizar hechos históricos ha continuado hasta el presente y, por eso, su renacimiento tras los años de violencia es uno de los símbolos de la actual paz peruana. Aquellas violentas noticias han ocultado lo que en verdad es Ayacucho, la belleza que encierran sus calles, la luz de su hermoso cielo, la alegría de sus fiestas, su arquitectura detenida en el tiempo y la hospitalidad de un pueblo con mucho por mostrar y compartir.

La ciudad de Huamanga es conocida también como la ciudad de las treinta y tres iglesias y sus calles conservan impresionantes muestras de arquitectura religiosa que datan del primer siglo del virreynato. Una de sus iglesias, San Cristóbal, es la más antigua de América del Sur. Edificada en piedra se mantiene desde 1534 hasta hoy. Le sigue en antiguedad la iglesia de La Merced construída en 1540 y mantenida tal cual desde el siglo XVI. Igualmente provienen de aquel lejano siglo XVI, la iglesia y el monasterio de monjas de clausura de Santa Clara, fundados en 1568 y visitados con cada vez mayor frecuencia por los turistas que, desde hace tres años, han vuelto a llegar a la ciudad para conocer el interior de estas iglesias en las que existen púlpitos y altares que son verdaderas obras de arte colonial, junto a excepcionales lienzos de Flandes y Sevilla ejecutados por pintores del siglo XVII y principios del XVIII. Destaca también La Catedral construída en la plaza principal, entre 1612 y 1672. Dieciseis altas bóvedas descansan sobre ocho pilares de piedra y a traves de ventanas circulares el sol filtra su luz en tonos que varían de acuerdo a la hora del día.

La celebración ayacuchana más famosa es la Semana Santa. Durante siete días es posible espectar y participar en procesiones de inigualable belleza en las que verdaderos altares son llevados en andas por las calles en recuerdo de la pasión y muerte de Jesucristo.

Una de las procesiones más impresionantes es la que se conoce como el día del «Encuentro» o Miércoles Santo. Esa noche la célebre imagen del Cristo Nazareno sale de la iglesia de Santa Clara. Es una escultura que semeja a Cristo y su corona de espinas cargando una pesada cruz de madera. El cuerpo del Nazareno está cubierto por una impecable túnica granate con finos bordados de oro confeccionados por las monjas de clausura del antiquísimo convento de Santa Clara. Esta efigie es tan artística y refleja el rostro sufriente de Cristo con tal intensidad, que acerca de su desconocido origen se ha tejido una leyenda popular que se transmite de voz a voz desde el siglo XVII. Según ella, la escultura fue realizada por dos jóvenes a los que el párroco de Julcamarca les dio posada. Esos muchachos, se dice, eran dos ángeles que tallaron la efigie en una sola noche y se marcharon muy temprano sin dejar rastro alguno. Lo cierto es que la hermosa imagen existe desde aquel siglo y cada año sus andas reposan sobre los hombros de los fieles cargadores que la sacan por las calles cubiertas de alfombras de flores para una procesión en la cual se encuentra con la Virgen María, quien a su vez sale de la iglesia de Santo Domingo en otra anda igualmente bella.

La Semana Santa ayacuchana es una festividad tan impresionante que los rituales de cada día compiten en majestuosidad. Una de ellas, llamada la procesión del Santo Sepulcro o Viernes Santo, evoca a Cristo en su tumba y es un rito de sobrecogedora solemnidad. Las luces de la ciudad se apagan. Lo único iluminado es esa urna de vidrio y madera en la que aparece el Cristo yacente en un lecho de rosas blancas. A su lado una multitud de feligreses con vestimentas negras, en señal de recogimiento, acompañan el sepulcro con miles de velas encendidas creando un clima muy singular, mientras una banda de músicos toca una sobria y emocionante melodía.

Horas antes de esa procesión, tantos los fieles como los visitantes ingresan a la iglesia de Santo Domingo, en cuya nave central se ubica el cuerpo de Cristo sobre una sábana blanca, y en una ordenada fila la gente toma pedazos de algodón con los cuales acarician las heridas del Redentor en un gesto que supone cuidado al Señor.

Entre sus festividades no se encuentran sólo las religiosas. A despecho de sus decenas templos y sus varios conventos, Huamanga también celebra fiestas paganas. En el mes de febrero, los carnavales imponen una bulliciosa fiesta de tres días consecutivos en los cuales las fiestas del «cortamonte» (una danza alrededor de un árbol que se derriba con un hacha) se propagan por toda la ciudad mientras pandillas musicales de hombres y mujeres bailan en todas las plazas, mientras se desarrollan los juegos propios del carnaval con agua y serpentinas.

Es mucho más lo que existe en Ayacucho. La paz tras los tiempos de violencia y el renacimiento iniciado en los últimos tres años, está permitiendo apreciar el particular y cautivante mundo que albergan las calles de una ciudad que mantiene un estilo colonial similar al de las clásicas ciudades españolas.

Su Plaza de Armas, amplia y rodeada de portales y farolas, está considerada como una de las más grandes y hermosas del Perú. Y, en efecto, observar un atardecer en una de sus bancas o una noche de lluvia desde los balcones, es una especial experiencia.

Hay mucho más. Los coloridos y laboriosos retablos de sus artesanos, las minuciosas tallas en la blanca piedra de Huamanga, la cerámica de los alfareros del pueblo de Quinua, los tejidos hechos con lana teñida con tintes naturales y las ferias que han empezado a retornar y en las que todavía es posible encontrar antiquísimos intercambios comerciales basados en el trueque. También está la posibilidad de pasear por sus pintorescas callecitas con casas con tejados, balcones y zaguanes. El célebre escritor peruano Julio Ramón Ribeyro, quien vivió en Huamanga a inicios de los años sesenta, solía afirmar que las mejores ciudades son aquellas que pueden recorrerse a pie en toda su extensión, y que esta era una de ellas.

Allí está la ciudad bajo el rotundo sol de la sierra, bajo el abrigo de un alucinante cielo azul. Los años transcurridos no han podido destruir su belleza. Allí está con esa magia que sólo las ciudades antiguas pueden tener. Allí está Huamanga recibiendo nuevamente a los miles de visitantes que la vuelven a descubrir.?

Por Umberto Jara
Año I/Número 5 , Página 08
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