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Rumbos Desconocidos: Arequipa, El Sur También Existe


Foto:Alejandro Balaguer

 

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Foto:Alejandro Balaguer

"Estamos aquí, viviendo, pisando este suelo. Lo malo es que una vida no alcanza para revisarlo todo, ni diez vidas tampoco, ni cien."

Gregorio Martínez

La carretera parece una serpiente a punto de ser invadida por la arena fina y chiquita que se extiende a ambos lados. Unos granos finos que juegan con el viento formando lomas redondas, que viéndolas de frente parecen las barrigas perfectas de varias mujeres embarazadas. Es una imagen constante que aparece y desaparece. Arena, sólo arena, que aunque uno le pregunte cómo llegó hasta allí, no responde. Arena que se mueve con el viento y que si no hubiera sido por un distinguido señor llamado Antonio Raimondi, seguiría ocultando el secreto de lo que guarda bajo sus faldas.

El lugar, cercano al kilómetro 541 de la Panamericana, es conocido como "Sacaco" y hasta 1874, en que Raimondi lo descubrió, era sólo un monumental escenario donde no había nada más que arena. Aquel año, el señor Raimondi decidió echarse a andar por aquellas lomas y de pronto empezó a encontrar vestigios que lo dejaron sin habla: en ese momento, él estaba parado en el cementerio de ballenas prehistóricas más grande del mundo. Hace 10 millones de años, aquel arenal era una hermosa bahía que se extendía por el norte hasta lo que hoy es Pisco y, por el sur, hasta Yauca. Allí vivían hermosas ballenas, divertidas focas y pingüinos y una especie de tiburón asesino conocido como "Cachardón Megalodón" que tenía una mandíbula tan grande que era capaz de comerse una ballena entera de dos bocados. Pero aquella bahía escondía en el fondo de sus aguas el germen de su destrucción: dentro de este ecosistema primitivo, arenas de grano fino fueron cubriendo y ocultando los restos de la fauna que moría. Sin advertir a nadie, la arena fue ganando terreno y al final de una batalla que duró millones de años, se declaró vencedora: se comió al mar. Pero el crimen no quedó impune y el viento se encargó, en una pelea que duro cientos de años, de desenterrar los restos de los que allí habían vivido.

La primera en ser encontrada fue "Roque", una ballena a quien la muerte sorprendió echada de espaldas y que así se quedó hasta hoy. Su esqueleto está íntegro, completo de principio a fin, y se calcula que habría medido, en total, 10 metros de largo y pesado más de 20 toneladas. La suerte ha protegido a esta ballena. En la década del 40, cuando ya habían pasado miles de años de su muerte, un hombre llamado Roque Martín de Buey, decidió protegerla de una desaparición inminente, construyendo una pared frente a ella para impedir que entre el viento y la arena la volvieran a cubrir. Años más tarde, en 1989, cuando ya los lugareños la habían bautizado como la Ballena Roque en honor a su protector, Hans Jakob Siber, otro estudioso, le construyó un museo de sitio que la ha protegido del todo de una segunda muerte.

Pero "Roque" no es la única ballena que anda exhibiendo sus huesos por estos lares. A lo largo y ancho de toda aquella explanada de arena ,los restos de otras han quedado al descubierto y ahora, sólo un hombre ha decidido luchar junto a ellas para evitar que desaparezcan. Se llama Mario Urbina y es un paleontólogo que, con anteojos especiales, palas, brochas y pinceles va limpiando, vértebra por vértebra, los esqueletos de las ballenas que encuentra en su camino.

Sacaco queda así entonces: la arena te despide cubriendo todo tu cuerpo, envolviéndote. Nadie sabe si es un cariño o una amenaza.

Una advertencia que te dice que, hace muchos años, venció al mar y a las ballenas y que hizo todo eso para estar allí. Para quedarse. La camioneta da media vuelta, abandona Sacaco y deja en el camino la calma de un pueblo llamado Acarí donde uno ve pasar a la gente caminando plácida y distante, arreando a sus gallinas, a sus chanchos y a sus vacas con las plantas de olivo a su alrededor. Otra vez en la Panamericana Sur, las lomas de arena cubren todo el paisaje hasta, que de pronto, como si el destino hubiera dicho: "desde aquí, la tierra debe cubrirse de árboles de olivo", aparecen estos árboles inmensos y coposos, de troncos gruesos y agrietados como la cara de una abuelita. Cuando uno ve estos árboles sabe que ya está en el distrito de Yauca, que pertenece a la provincia de Caravelí en el departamento de Arequipa. Es imposible no darse cuenta. Porque no sólo son los árboles sino la gente que, por sus pistas, dentro de sus casas o donde esté, camina como si acabara de salir de una feria. Es un pueblo que está cubierto de jardínes interminables de olivo, es un pueblo que huele a desayuno con aceitunas, es un pueblo que vive de fiesta.

El alma de todo este festín es, sin duda, el olivo. Todos los que allí viven se dedican al cultivo de este árbol a quien le deben, no sólo la existencia, sino también la tranquilidad. Hace muchos años, Yauca vivía la letanía de todos los demás pueblos que la rodean. Sin embargo, el único robo que debe estar inscrito en el cielo como celestial, les cambió la historia.

En 1550 el colonizador Don Antonio de Rivera trajo desde Sevilla las primeras plantas de Olivo. Las trajo, en realidad, más por curiosidad que por convicción y, animado por el secreto deseo de que de alguna de aquellas plantitas brotara algún día aquel sabor maravilloso que él había probado desde niño: la aceituna, las sembró en el Olivar de San Isidro y pronto se dio cuenta que el clima de estos cielos hizo buenas migas con la planta. Fue un suceso. Un suceso que un día despertó con que unos extraños habían robado tres de estas matas de olivo y el paradero de ellas fue desde entonces un misterio.

El paradero de las víctimas fue desconocido durante mucho tiempo hasta que, de pronto, una de ellas apareció sembrada en Camaná, otra en Ilo y otra en Yauca.

En Yauca, la planta de Olivo tuvo tanto suceso que la gente empezó a construir sus casas alrededor de ella, a establecer sus caminos y a cosechar su delicioso producto. El árbol no dejaba de dar y dar canastas enteras de las aceitunas más grandes que hayan existido en la historia de este país. Y nadie hubiera sabido cuánta gente se arremolinó alrededor del árbol bendito si no hubiera sido porque, un día de 1596, el propio virrey, enterado de tanto aspaviento decidió enviar a sus emisarios para comprobar si era cierto tanto escándalo.

Aquel día, se supo que en Yauca vivían 336 indios y se decidió formalmente convertirla en pueblo declarado. Desde entonces hasta ahora, sus árboles se han multiplicado y su prestigio ha traspasado las fronteras. Lo único que ha quedado como recuerdo de aquellos años es un viejo sistema para sacar aceite de olivo. Consiste en una piedra inmensa que, jalada por un burro, muele las aceitunas cosechadas por toda la población. Luego, ya molidas se las coloca en sacos y sobre ellos se vuelven a poner piedras que las van exprimiendo hasta dejarlas sin aliento. El jugo que de allí brota: agua y aceite, se separa por sí solo y ese aceite es, nada menos, que el ya célebre aceite de oliva de Yauca.

La Panamericana Sur nuevamente aparece ante los ojos de los visitantes como la serpiente que nos lleva a sitios misteriosos. Kilómetros abajo, un nuevo letrero obliga a detenerse y voltear buscando otras sorpresas: Puerto Inka. Cerros y más cerros de arena es lo que tenemos enfrente, a los costados, a nuestras espaldas. Hace años, en 1905, este mismo recorrido lo hizo el expedicionario Max Uhle con la convicción de que tanto laberinto debía tener una explicación. Al sendero de arena le puso de nombre "La Quebrada de la Vaca", quien sabe por qué caprichos. Lo único cierto es que, mientras más se adentraba, sólo escuchaba el fresco sonido del mar que empezaba a recibirlo. Ya le faltaban menos de cinco minutos para llegar a la orilla cuando levantó la mirada y, en los cerros, saludándolo, estaban las evidencias que demostraban que -como lo había sospechado- no era él, el primero en pisar esas tierras: enclavados en aquellos montes estaban, aún ordenados en parcelas, los lugares donde los indios ponían a secar el pescado que sacaban del mar.

Max Uhle pensó que si eso existía, tendría que existir también un camino inca que uniera el mar con los cerros y mas aún, un grupo de viviendas donde ellos pasaran el día.

El camino inca hecho de piedras lo encontró, (hasta hoy se puede ver) y, un tanto sorprendido, llegó al mar. Caminó por la orilla de una playa -hasta ahora hermosa y azul como los ojos de un niño. Y por alguna razón, sus pies lo condujeron hacia la izquierda y su mente se enredó elucubrando el destino de aquellos indios que, siglos atrás, pasaron allí sus días y sus noches. En eso estaba cuando, de pronto, decidió alzar la mirada para que el viento le golpee de frente en la cara y allí estaba. Frente a él, grande e impresionante, la ciudadela inca más impresionante que se haya descubierto frente al mar: el Puerto Inka.

Aquí, en Puerto Inka está ubicado el punto más cercano entre el Oceano Pacífico y el Cuzco. Desde este lugar, en tiempos del Imperio Incaico, los indios enviaban, a través de los chasquis, pescado fresco para el Inca y su corte.

La ciudadela está dividida claramente en dos partes: a la derecha, las habitaciones de los que allí llegaban y, a la izquierda, las colcas o reservorios de alimentos (huecos profundos revestidos de piedra), grandes corrales donde ponían sus llamas y hasta un cementerio. Frente a todo esto se ubicaban los almacenes donde guardaban pescado, algodón, papas, ajíes, cuyes, lana de alpaca y vicuña.

Salir de la "Quebrada de la Vaca" y dejar el Puerto Inka apenas demora hoy, veinte minutos. Luego, uno nuevamente está en la carretera al sur y el próximo destino es el distrito de Chala. Lo primero que uno se detiene a mirar cuando llega son las casas de madera y techos de calamina que hacen que parezca que uno está entrando a un pueblo del oeste americano. Pero todo tiene su explicación.

Hace ya mucho tiempo, en 1866 Chala era un puerto mayor a donde llegaban a caballo, productos de Ayacucho, Apurímac y Cuzco, y de aquí, eran enviados en barcos a vapor a Inglaterra y Dinamarca. Grandes fiestas, impresionantes celebraciones rodeaban entonces a Chala y se cuenta que, los fines de semana, cuando llegaban los vaqueros de las alturas, el pueblo era una feria interminable de grandeza.

Pasó el tiempo y ya en 1945 a Chala llegó la carretera Panamericana, el Hotel de Turistas y una fábrica de harina de pescado sin saber que la desgracia pronto también la elegiría como destino: en 1948 un violento maremoto destruyó el distrito. El muelle desapareció y junto a él, toda la prosperidad.

Hoy, Chala guarda aún los recuerdos de aquellos tiempos. Los pescadores de la zona tienen una historia para cada visitante y el pueblo todavía tiene algunas muestras de lo que fue: casitas antiguas, una plazuela, y una iglesia azul que trata de imitar el color del cielo como pidiéndole que devuelva a sus calles toda la vida que alguna vez la envolvió.

Por Elsa Ursula
Año I/Revista 3 , Página 36
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