A unas seis cuadras de la Plaza de Armas de Huaraz, tomamos una destartalada
camioneta acondicionada con pequeñas bancas de madera a los costados. La carga
se acomoda, primero sobre el techo de la cabina, luego al medio de la tolva,
entre los pasajeros.
Una vez que a mi criterio no cabe nadie, remontamos con incredulidad cuestas
empinadas y recogemos más pasajeros (humanos y animales vivos). Durante el
recorrido pensaba que si los ingenieros japoneses que diseñaron esa camioneta
vieran lo que hace, sus modelos de fatiga de materiales y diseño de estructuras
sufrirían un colapso.
El camino
El camino lejos de ser incómodo fue muy grato –folklórico es la palabra
precisa–. Si un viaje en convertible frente al mar resulta agradable, este
recorrido parado en la tolva, en pleno corazón de la cordillera es realmente
hermoso.
Dejando atrás impresionantes vistas de los nevados Vallunaraju y Ocshapalca,
pude contemplar la complejidad, acabado y belleza de la vestimenta tradicional
que aún utilizan las mujeres del Callejón de Huaylas. Asimismo, la pureza
étnica genera un tipo que resulta atractivo, aunque diferente de los
estereotipos occidentales. (Ahora entiendo mejor a Malinowski, cuando decía a
los antropólogos que no deben permanecer mucho tiempo en las comunidades).
Cuando apenas se está disfrutando del camino, se llega a Llupa. Luego de
ajustar la mochila y cruzar amables palabras y saludos con los comuneros, se
inicia la caminata por una pendiente muy suave, con unos tres tramos cortos de
pendiente ligera (esto es plano en la percepción del los campesinos). En una
hora a ritmo promedio se llega a Pitec. Allí el camino desciende para tomar
rumbo a tres hermosas quebradas: Quilcayhuanca, Shallap y Rajucolta. Sin
descender, a la izquierda, por la primera arista seguirá nuestro viaje. Aparte
de algunas casas dispersas hay un refugio de una señora muy amable que habla
perfecto inglés, español y quechua.
El ascenso se inicia con una pendiente un poco empinada. Se llega a una
travesía "plana" hasta una roca gigante, en la cual hay que realizar
una escalada simple, para iniciar el segundo ascenso, más empinado que el
primero. Luego se llega a una pequeña pampa con pasto, un río de aguas
transparentes y un bosque ralo. Allí comienza la parte final y la más
interesante del camino.
Mirando el río que baja por una catarata, uno debe desviarse ligeramente a
la izquierda, para ascender por un tramo muy empinado, que cuenta con pasos en
donde hay que realizar movimientos de escalada en roca. Nada tan complejo como
para que se requiera técnica mayor a la que da el sentido común ni
entrenamiento mayor a la fuerza que da la adrenalina en los sustos previos. Si
lleva equipo de acampar la cosa se vuelve más complicada.
El camino no es muy obvio porque hay varias alternativas, algunas más
difíciles que otras y todas marcadas por huellas. He visto fotos de grupos que
van encordados, tema prudente si no se tiene algo de práctica.
Ya arriba esto será parte de las satisfacciones del llegar. Luego de unos
cuatro pasos complicados se alcanza la parte más alta, y de pronto uno se
encuentra con la impresionante laguna y el nevado que comparten el mismo nombre.
Lugar magnético
La entrada se inicia con un bloque gigante de granito, por la que discurre el
agua que inicia el recorrido del río que veíamos más abajo. La absoluta
transparencia del agua, sus indescriptibles matices y los reflejos de espejo –cuando
el viento está calmo– resultan realmente espectaculares.
Tras el primer shock, uno puede avanzar por el bloque de roca y
obtener una visión panorámica. La laguna está enclavada en una suerte de
hueco con paredes gigantescas de granito, que la protegen del viento,
otorgándole un ambiente muy íntimo y silencioso. En las partes menos
verticales crecen densos bosques de quinuales y se puede hallar algunas playas.
Continuando por la margen derecha encontramos una pequeña ensenada que es
todo un cuadro: pequeños quinuales que semejan perfectos bonsais; el brillo
del granito (acero de día, plata en noche de luna), se sumerge en la laguna,
formando matices y formas surrealistas; y el ichu, cuyo cálido color dorado
contrasta con la frialdad de la roca y el agua.
En esta ensenada se encuentra un pequeño lugar para acampar, donde cabe una
carpa pequeña. Es el paraje más hermoso en donde haya puesto mi carpa.
Cuando uno piensa que no puede esperar más del paisaje, al caer el sol, sale
de pronto una enorme luna llena que crea un espectáculo aparte. La noche calma,
bajo un silencio sobrecogedor, refleja sus sugerentes perfiles en las diáfanas
aguas. El frío arrecia, pero conforme la luna asciende, el espectáculo mejora
y las sombras muestran distintos movimientos de una sonata de Beethoven. Ya
flirteando con la hipotermia, entré a la carpa sin dejar de percibir el intenso
magnetismo del lugar. (Ya sé cual es el lugar ideal para acampar con la
enamorada).
Espectáculo de color
Luego del desayuno de rigor, continué por la margen derecha bordeando la
laguna. El espectáculo de color se repetía por doquier. La ruta cruza un
pequeño bosque de queñuales y asciende directamente en dirección al nevado
para alcanzar, en una hora, la segunda laguna (más pequeña, y de un color
esmeralda más homogéneo y de aguas menos transparentes).
Desde allí se puede ver las rutas a la cima con todo detalle, su gran
dificultad técnica y por qué ningún guía te quiere llevar allí.
Desde la base del glacial se puede ver Huaraz. Era momento de
"aterrizar" y tomar camino de regreso a Pitec, Llupa y Huaráz. Allí
previa cena, la visita obligada a Tambo.
Si gusta de la naturaleza y tiene la fuerza de voluntad (más que física)
como para afrontar la subida, no deje de visitar el lugar. Ninguna foto ni
relato podrá acercarse a la experiencia de llegar a la laguna, contemplar sus
matices y pasar una noche de luna. Las líneas anteriores no pretenden mostrarle
esa belleza, sólo sugerirle la experiencia.