El sol todavía ha de tardar en aparecer por entre las montañas golpeadas
por la helada, pero Faustino y su familia están de pie hace más de una hora.
En medio de la oscuridad y el frío de la madrugada, un ir y volver de pasos
ligeros anuncia la llegada de un nuevo día en casa de los Taraco. Esta
mañana, muy temprano, Faustino deberá partir en su acostumbrado viaje a las
tierras bajas de la comunidad vecina. A lo lejos se escucha el agudo quejido de
las llamas que, aún con trozos de hielo sobre su pelaje, son traídas hasta el
patio mismo de la modesta casa de piedra y barro para proceder al estibado.
Cubierto con cuanta ropa tengo a la mano, me es casi imposible dejar de
tiritar al recibir el aire frío de las montañas en la cara. Luzmila, la mujer
de Faustino, me alcanza un grueso poncho de lana que ayuda a aplacar la helada
brisa que llega desde el enorme lago Choclococha, que luce más azul que nunca
esta mañana.
La luz invade el patio y me encuentro entre costales con carne seca de llama,
montones de cuerdas de cuero trenzado y humo proveniente de la cocina de doña
Luzmila. Entre los bultos, cerca de catorce llamas de carga esperan pacientes su
turno. Con asombrosa precisión Faustino y su hijo Julián reparten el peso en
costales de bayeta. "Deben ser nueve kilos a cada lado, sino el animal se
rehusará a caminar", dice, mientras ciñe la cuerda de fibras vegetales en
torno a la panza de una llama de color negro como la noche. Uno a uno, los
animales van quedando listos para la travesía. El pequeño Julián coloca unos
cencerros de metal en el cuello de la llama que liderará la caravana. "Es
para que las otras no se pierdan, ni se pongar a comer por ahí", agrega
sonriendo el muchacho.
La larga hilera, encabezada por la gran llama del cencerro, inicia el
recorrido de tres días a través de un camino que desciende por la estrecha
quebrada hacia el valle.
Faustino se despide de Luzmila y del pequeño Julián. "La próxima vez
vienes conmigo", le dice, mientras le da una palmada suave en la cabeza.
Con su morral cargado con papas recién cocidas, algo de mote y charqui, el
arriero parte una vez más a negociar sus productos con los campesinos de las
tierras bajas. Cambiará la carne seca por maíz, habas, algo de fideos, y
quizás algunos caramelos para Julián. Seguirá la misma ruta que usó su padre
y su abuelo, ambos arrieros como él. Las llamas que hoy lo acompañan son
también descendientes de la recua que su abuelo formó y que cada mañana vio
salir el sol sobre la enorme laguna de Choclococha.
Aquí en las alturas de Huancavelica es como si el tiempo se hubiera
detenido, mostrándonos la cara de un Perú que ya ha desaparecido para siempre.
La escena que líneas arriba se describe, ocurrió tan sólo a unos metros de la
carretera que los viajeros utilizan para llegar a Huancavelica, la ciudad del
ídolo de piedra, allá en las alturas de los Andes centrales.
Rumbo a la tierra de los arrieros
Llegar a Huancavelica no es algo complicado. Basta recorrer la carretera
Panamericana Sur hasta Pisco, para luego tomar el camino asfaltado que asciende
hacia el este y atraviesa los poblados de Independencia, Humay y Huancano.
Siempre sobre asfalto, el conductor percibirá un notorio cambio en el paisaje:
los cerros, enormes y apretados, se cubren de un verde intenso que contrasta con
el azul del cielo serrano.
Hemos llegado a Huaytará, un pintoresco poblado que tiene en su iglesia el
principal atractivo para los visitantes. El templo de Huaytará no sólo es
hermoso por su arquitectura y colorido; esconde además un gran valor
arqueológico. Sus cimientos de roca pulida fueron las paredes de un antiguo
palacio inca, en donde habitaba el curaca que regentaba el valle.
Desde Huaytará el camino continúa ascendiendo hacia las montañas, hasta
llegar a la localidad de Rumichaca. Este es el punto donde se dividen las rutas
hacia Ayacucho (asfalto) y Huancavelica (afirmado). Tomamos entonces el camino
hacia la izquierda y emprendemos el ascenso hacia las hermosas lagunas de
Choclococha, Azulcocha y Pacococha, un conjunto de enormes lagos color esmeralda
ubicados a los pies del nevado Chonta, en las alturas de Pisco. Desde este lugar
la carretera inicia el suave descenso, no sin antes recorrer las extensas pampas
de Lachoq, hogar de extensos rebaños de alpacas y llamas, base de la actividad
ganadera de la región.
Después de algunas horas hemos llegado finalmente a Huancavelica. La ciudad,
enclavada en un fértil valle andino a 3,650 metros sobre el nivel del mar, se
muestra austera pero alegre, con las torres de sus templos dominando los
principales barrios de la ciudad.
La ciudad del ídolo de piedra
Según los cronistas, su nombre se deriva de las voces quechuas huanca y
huillka, que juntas significan "ídolo de piedra". Huancavelica fue,
durante siglos, la tierra de los arrieros. Por sus estrechos caminos entre las
montañas transitaron las enormes caravanas de llamas dedicadas al transporte de
productos diversos entre Quito y el Cusco.
La ciudad fue fundada por el alcalde de minas Francisco de Angulo en agosto
de 1571, bajo el nombre de La Villa Rica de Oropesa, en honor al Virrey Toledo,
Conde de Oropesa, con el objeto de impulsar la explotación de las grandes minas
de azogue (mercurio) de Santa Bárbara, en la que trabajaba, en condiciones
inhumanas, gran parte de la población indígena de la región. Cuenta la
tradición que la famosa mina fue hallada por el encomendero Amador Cabrera,
gracias a la información proporcionada por Ñahuincopa, un indígena que de
esta manera quiso agradecerle el no haber maltratado a su hijo, luego de que
éste extraviara el sombrero de su patrón durante las celebraciones del Corpus
Christi en la ciudad.
Su estratégica ubicación geográfica la convirtió en un lugar clave para
el comercio interandino. Este factor, aunado a la inmensa riqueza proveniente de
las minas de mercurio, propició la formación de grandes fortunas locales
durante la colonia. Testimonio de este pasado de opulencia son las grandes
casonas que engalanan las calles céntricas de la ciudad. Pero la bonanza tuvo
un paso fugaz por estas tierras. En el siglo XVII, como consecuencia del
agotamiento de los yacimientos mineros, Huancavelica inició su paulatina
decadencia como centro urbano.
Más tarde, durante el siglo XIX, la ciudad fue escenario de importantes
levantamientos indígenas, como el de Mateo Pumacahua (1814), caudillo local que
se sublevó repetidas ocasiones contra el yugo colonial. Posteriormente, en los
albores de la independencia, la población local organizada se incorporó a las
guerrillas patrióticas .
Ya en el siglo XX, Huancavelica enfrentó -junto a los departamentos del
llamado trapecio andino (Apurímac y Ayacucho)- una aguda crisis social,
agravada por la sucesión de desastres naturales (intensas sequías e
inundaciones). En la década del ochenta, la violencia terrorista también
azotó la región, sumiéndola en la miseria y propiciando la masiva migración
de sus pobladores hacia la costa.
En la actualidad, y gracias a la paz recuperada, este pueblo de campesinos y
mineros -caracterizados por su sencillez y hospitalidad- lucha por recuperar la
bonanza de otros tiempos.
Monumentos y atractivos
La arquitectura jugó un papel de gran importancia en el desarrollo de la
ciudad de Huancavelica. Prueba de ello son sus hermosos templos y casonas.
La catedral, por ejemplo, es la construcción más importante de la ciudad. Son
características sus dos hermosas torres blancas y portada en piedra roja. En el
interior se conserva una bella colección de lienzos atribuidos a pintores
indígenas, y un púlpito de cedro profúsamente tallado y recubierto en pan de
oro.
Muy cerca se encuentra la iglesia de San Sebastián, construida allá por el
año 1662. En este templo se venera a la popular imagen del Niño de Lachoq,
quien, según cuenta una leyenda, alertó a las tropas peruanas de la inminente
llegada del enemigo durante la Guerra del Pacífico (1789-1783). Los alrededores
de la ciudad son también pródigos en bellezas paisajísticas y naturales.
Entre los lugares más concurridos están, sin duda, las aguas termales de San
Cristóbal, ubicadas a pocos minutos de la ciudad.
Finalmente, en Huancavelica la geología parece haberse tomado algunas
licencias. Los bosques de piedras, singulares formaciones rocosas producto de la
erosión combinada del viento y el agua, son aquí tan abundantes como
sorprendentes. Sus singulares paisajes son ideales para pasar el día, hacer
caminatas y tomar fotografías. Existe uno en la ruta a Huancayo (a 20
kilómetros al norte de Huancavelica) y otro cerca a Toccyac (29 kilómetros al
este de la ciudad). Otros bosques de piedras cercanos a Huancavelica son
Sachapite, Huayanay y Paucará.
Bueno, ya lo sabe. Si decide darse una escapada y conocer una de las ciudades
andinas más hermosas del país... Huancavelica lo espera.