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Un pequeño paraíso/A Small Paradise 0 Texto y fotos/Text and Photos: Walter Wust

La tierra se agrieta bajo el intenso color del verano en ladeierto de Sechura.

En un estanque, esta pequeña Rana bwana, observa con atención sus húmedos dominios

Los acantilados de granito, cubíertos por guano blanco, contrastan con las azules aguas de Boyóvar.

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Pescador afortunado: el mero muriqui se cuenta entre los trofeas más codiciadsos de las aguas tumbesinos.

La vieja casona de la hacienda El Limón, en el valle del rio Tumbes, se mantíene terca ante el paso de loas años.

Detalle de la corteza de un ceibo.

Un abrazo al cielo.  Cubierto por barabas de salvajina, este gran ceibo a palo barracho despliego su ramaje sobre el bosque seco tumbesino.
 
Un higuerón levanta cual anciano a orillas de un arroyo en la localidad de El Caucho.

Flores de overo.

El papelillo es una especie caracteristica del bosque seco ecuatorial

Pastizales en la localidad de Figueroa, Zona Reservado de Tumbes, al borde mismo de la frontera con Ecuador.

Tarántula mygala de singular coloración morada.

Tortuga carey.

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Letrerp de ingreso en la ruta al Parque Nacional Cerros de Amotape.

Acompañado de sus dos pequeños, un campesino de la localidad de Balsamol descansa en la pórtico de su rancho

El legendario Eulogia Peña, el más experimentado guía de los bosques del norte.

Gorro: Ubicado en el extremo septentrional del Perú, Tumbes es el departamento más pequeño del país. Su tamaño, sin embargo, tiene muy poco que ver con su diversidad y riqueza natural, considerada por los conocedores como una de las joyas vivientes de América tropical.

Cuenta la historia que a fines de 1530 una gran balsa cargada de provisiones, grandes cántaros de barro, frutas tropicales y un puñado de indígenas fue avistada en el océano por las carabelas que conducían a los conquistadores hacia el Perú. Estos viajeros, que posiblemente se dirigían a las costas del golfo de Guayaquil, aún más al norte, se hacían llamar tumpis, en honor a su tierra pacífica y pródiga en recursos. Una tierra de extensas playas de arena blanca y un mar azul como el cielo que conocemos hoy bajo el nombre de Tumbes. Hoy, después de más de cuatro siglos, aquellas costas que cautivaron a los primeros occidentales continúan seduciendo a todo aquel que tiene la oportunidad de visitarlas.

Hablar de su costa generosa, bendecida por la naturaleza, es hablar de mil paisajes en uno: estuarios de aguas calmas donde revolotean grandes bandadas de aves migratorias; densos bosques de mangle (hogar de ostentosas aves fragatas, tímidos mapaches y elusivos cocodrilos); amplias playas que parecen nunca acabar y orillas de roca erosionada por las olas hasta formar figuras de apariencia casi mágica. Hablar de Tumbes es hablar de un rincón del Perú sumamente especial, una suerte de paraíso en miniatura, reservado para quienes se aventuren a recorrer sus caminos.

Mundo de dos dimensiones

Al ingresar al territorio tumbesino a través de la carretera Panamericana el viajero se verá inmerso en un mundo de dos dimensiones bien definidas. Una amplia, extensa y azul, dada por el mar que se abre hacia el oeste, y otra, misteriosa y casi desconocida, de colinas y bosques retorcidos, que asoma al oriente. La primera es la que generalmente convoca a los visitantes, quizás atraídos por esas aguas siempre tibias y cristalinas, hogar de grupos de delfines y grandes cardúmenes de peces tropicales.

Las playas tumbesinas gozan de una merecida fama en el país. Punta Sal, Acapulco, Punta Mero, Zorritos y La Cruz son las únicas que garantizan un sol radiante todo el año y una abundancia de recursos –consabidas maravillas culinarias– dignas de la admiración del más escéptico de los comensales. Langostas, conchas negras, ostras y langostinos son algunos de los regalos más cotizados de este mar.

Si el litoral ofrece sus playas apacibles y sus praderas de coral en las aguas someras, la "mar de adentro" es pródiga en especies consideradas como trofeos para los pescadores deportivos: tunos, peces espada y merlines, por mencionar a los más conocidos. Hasta estas aguas llegan los pescadores tumbesinos, quienes –armados de rudimentarios arpones de mano– persiguen los cardúmenes en procura de un certero disparo que lleve carne a la mesa. Los hay también que ingresan durante la mañana a bordo de frágiles balsillas y parecen caminar sobre la superficie de las aguas, mientras "pintean" las bajas en busca del gran mero muriqui y el congrio, soberanos absolutos de las profundidades.

Si bien las playas carecen de las clásicas palmeras tropicales, cabe mencionar que éstas sólo se hallan en torno a los complejos hoteleros. Es el desierto –y su sinfonía de ocres, marrones y beiges– el que confiere a estas costas su singular apariencia. De trecho en trecho, unas extrañas figuras de color rojo intenso hacen su aparición sobre la arena. Se mecen al viento y explotan en fugaces brillos al ser bañados por el sol de la tarde. Son los famosos aviones (aparejos empleados por los langostineros para capturar las larvas de estos crustáceos en las agitadas aguas de la orilla). No son raros también los grandes troncos que la mar vara en la orilla y que, cual esculturas de arte contemporáneo, adornan con sus retorcidas y pulidas formas el litoral tumbesino.

Los extremos

Pero no todo en Tumbes mira hacia el océano. A tan sólo unos pocos kilómetros tierra adentro se abre un mundo completamente diferente, marcado por suaves montañas y quebradas donde ríos de arena serpentean sin prisa durante décadas para, una vez cada tantos años, convertirse en torrentes que calman la sed de un desierto que lo soporta todo. Una tierra tan antigua como el tiempo, que ha aprendido a vivir de los extremos. Profunda escasez y exagerada abundancia, siempre sucediéndose, siempre golpeando.

Los bosques secos se comparan a vitrinas naturales donde las criaturas han debido adaptarse a condiciones propias del desierto, pero alteradas sutilmente por una breve estación de lluvias que hace su aparición durante el verano. Aquí las plantas han debido aprender a vivir de la escasez. Qué mejor ejemplo que los grandes ceibos de corteza verde como las esmeraldas, aquellos "viejos barrigones" que dominan el bosque como vigías de la espesura y que almacenan agua en sus gruesos troncos para sobrevivir a los largos períodos de sequía.

Esta es también la tierra de los algarrobos, esos árboles milagrosos que ofrecen sus frutos para satisfacer las demandas del hombre y el campo: alimento para él y sus animales, madera para la construcción, y sombra para guarecerse del sol inclemente del desierto. Acompañan a este gigante natural los hualtacos y guayacanes, árboles de madera dura y valiosa que fueron conocidos y aprovechados por el hombre desde hace más de dos mil años, y que hoy se enfrentan al peligro de la extinción por un uso desmedido y apremiante.

En medio de la aparente uniformidad del chaparral, donde los arbustos espinosos y las barbas de salvajina cuelgan de cuanta rama está disponible, las flores hacen su aparición dándole un toque de belleza a la austeridad del bosque seco: amarillas son las flores de overal, rojas las del porotillo, moradas las del rastrero papelillo, y rosadas las de la borrachera, aquella planta que seduce e intoxica al ganado hasta sumergirlo en un sueño mortal.

El bosque seco es también el refugio de singulares especies animales, algunas raras y esquivas como la pava aliblanca (recuperada de una inminente extinción hace apenas dos décadas). Y otras frecuentes pero no por ello menos atractivas, como el oso hormiguero, la ardilla de nuca blanca, las iguanas o pacasos, y el venado de cola blanca.

Oculto del mundo durante milenios, pero irónicamente ubicado a sólo unos kilómetros de la propia ciudad de Tumbes, sobre una cadena de montañas que se levanta hacia el noreste, el bosque tropical del Pacífico es quizás el último rezago de aquellos exuberantes bosques tropicales que se extendieron alguna vez desde el sur de México hasta el norte del Perú. Hoy, reducidos a sólo unas decenas de kilómetros cuadrados, constituyen el último hábitat de una diversa vida animal y vegetal. Aquí llueve más que en ningún otro lugar de la costa peruana, y la selva luce tan densa y radiante como en la propia Amazonia.

El elemento de sorpresa

La vida natural es verdaderamente sorprendente en este lugar. Tigrillos, bandadas de bulliciosos pericos, venados, cerdos de monte y coatís comparten la densa bosque con una especie única de mono en nuestro país: el mono coto de Tumbes, también llamado mono aullador, por su costumbre de pregonar con potentes rugidos la posesión de su territorio (su reclamo llega a ser tan potente que puede ser oído con facilidad a varios kilómetros de distancia). La flora es igualmente interesante y diversa. Decenas de variedades de orquídeas compiten en belleza con bromelias, malváceas y begonias; helechos y tillandsias cuelgan de las quebradas junto a rodales de matapalos y caimitos.

Es por aquí por donde discurre, caudaloso y sereno, el gran río Tumbes. Sus aguas de color chocolate, cargadas de sedimentos, sirven de límite no sólo al Perú y Ecuador, sino también a dos áreas naturales protegidas por el Estado: la Zona Reservada de Tumbes y el Parque Nacional Cerros de Amotape. En sus orillas, a menudo inaccesibles, gracias a enormes acantilados y desfiladeros pulidos por la erosión, habitan las nutrias del noroeste y los cocodrilos americanos, gigantes prehistóricos de hasta siete metros de largo.

El recorrido de este río, plagado de rápidos y paisajes de ensueño, lo convierte en un atractivo de gran interés para los amantes de los deportes de aventura. Fue recién a mediados de 1996, que una expedición de jóvenes viajeros peruanos recorrió las secciones nunca exploradas de su curso, abriendo la ruta para el desarrollo del eco-turismo en esta región.

Que será, será

Imposible hablar de Tumbes sin mencionar a su gente. Hombres y mujeres de piel cobriza, quemada por ese sol poderoso, que llevan en el alma la hospitalidad y paciencia infinita de quienes saben que es imposible luchar contra los ritmos de la naturaleza. Aquellos hombres que, a bordo de sencillas balsas a vela o montados sobre sus fieles piajenos encuentran en la tierra y el mar el sustento diario para sus familias.

Los tumbesinos saben, quizás como nadie en el Perú, que los horarios y las estaciones dependen de factores imposibles de controlar, y que más vale adaptarse y aprender de ellos que intentar alterarlos.

Es nuestro deseo que estas páginas sirvan de homenaje a estos hombres y su singular territorio; una tierra de mil aromas donde el sol nos brinda cada tarde un espectáculo de color imposible de encontrar en ningún otro lugar de nuestra costa. Una tierra de mar y selvas; de calor y siesta; y de aire tibio, y mucha, mucha paz.


Por Walter Wust
Año /Revista 14 , Pagina 34
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