La pintura peruana del siglo XX tiene en Sérvulo Gutiérrez
(19141961) a uno de sus exponentes más notables y personales. Gracias a una ambiciosa
exposición de su obra en el Museo de Arte de Lima, será posible admirar, hasta el 8 de
noviembre, su propuesta plástica, la cual, no obstante una aceptación y un éxito
inmediatos, no creó escuela ni grupo de seguidores. Desierto, valle y oasis. Ica, ciudad donde nació Sérvulo
Gutiérrez, fue el primer escenario para una sensibilidad y un talento innatos, que le
permitieron desde pequeño expresarse a través del dibujo.
Sus primeros temas personajes, paisajes y veneración al Señor de Luren le
concedieron desarrollar, en varias etapas y bajo diversos estilos, una extraordinaria
capacidad de libertad creativa y un ejercicio pleno de expresividad.
Casi adolescente, a la muerte de su madre, Sérvulo llegó a Lima y se incorpora a la
familia de su hermano mayor, Alberto, reconocido restaurador que lo inició en el manejo
de técnicas.
Buenos Aires (ciudad a la que viajó como integrante de una delegación peruana de
boxeo) y París son los dos ámbitos en los que el artista realiza experiencias de vida
que lo marcaron definitivamente. El contacto con otros espacios y otra gente no sólo le
abrió rumbos, sino que también le moduló el carácter de sus imágenes. Su vitalidad
desbordada lo llevó a adherir y disfrutar de ese espíritu bohemio que lo acompañara
hasta el final, y que fue asumido por él como inmersión colmada en emociones y
vivencias.
El retorno a Lima y un nuevo regreso a Buenos Aires, acuñaron también su decisión
por el arte como función de vida.
Artista autodidacta
No se conoce que Sérvulo haya asistido a algún taller o academia, o que fuera
discípulo de algún maestro, como el artista Emilio Pettoruti, por quien profesó su
admiración y respeto declarado. Pettoruti (hombre disciplinado, inteligente y decidido,
defensor de una modernidad anhelada por el espíritu de la época) ejerció una fuerte
influencia sobre Sérvulo.
De esta época, de este contacto con artistas que proponen nuevas formas de interpretar
y mostrar la realidad, son los célebres retratos de Claudine, de familiares cercanos, los
techos y las escenas urbanas bonaerenses, los sencillos y misteriosos bodegones de sutiles
atmósferas, realizados entre 1944 y 1946.
A partir de 1946, Sérvulo comenzó a ejercitar una libertad cromática sin complejos.
La utilización de complementarios, la riqueza de la masa formal apoyada en acentos de
azules, amarillos y ocres acertadamente dispuestos, le sirvieron para lograr una retórica
personal y definitiva. De esta etapa son los memorables retratos de Chepa Schwalb y Doris
Gibson, y aun su autorretrato, en el que la búsqueda del tono interior conquista el plano
e invade totalmente la escena.
Sérvulo ha descubierto que la pintura es color. Que la línea no es definitiva y es un
límite no deseado a su ambición expresiva. Ese peculiar sentido orgiástico de la
sensación intensa, muy profunda y cargada. Es así que abandonó el dibujo preciso para
abandonarse al ritmo de masas rebeldes.
Y al dominarlas, consigue transmitir la idea de paisaje interior, íntimo y compartido
a la vez, para ilustrar su vivencia de lo que fue su escenario vital primero.
Vida acelerada
Su retorno será cada vez más frecuente a la Ica natal. A partir de 1951 esta ciudad
motivó la recurrencia en mostrar Huacachina, La Huega, el desierto y las palmeras, los
huarangos y arbustos, los atardeceres, y los ríos blancos y tumultuosos.
También comenzaron a ser, cada vez más usuales, las figuras o rostros de la
iconografía de devoción. Santa Rosa y el Señor de Luren serán reinventados y
recreados, a fuer de humanos, mediante trazos casi automáticos y violentos.
Sus cristos se volvieron vocabulario habitual y su rastro quedó grabado sobre los
soportes más diversos: papeles de envoltura, periódicos, talonarios, pañuelos,
servilletas, cartones y maderas usados, muros de cuartos y de lugares públicos.
Esta imperiosa necesidad estuvo alentada por una angustia profunda. Una vida
continuamente acelerada y urgida, fue quemando y agotando las reservas físicas y
espirituales. Camino autodestructivo y desesperado que se traduce en imágenes desgarradas
que repitió, una y otra vez, un gesto suplicante, un llamado silencioso y amargo.
De este trayecto único y desbordado queda una obra extensa y coherente; logro de una
sinceridad absoluta, al aceptarse en plenitud sin miedos ni prejuicios, sin otra
intención que expresarse sin limitaciones. Y de esta lealtad consigo mismo, a fuerza de
talento y energía, es que podemos apreciar una gran obra, con sus aciertos y sus fallas,
tal como corresponde a una plena condición humana.