Lima es difícil de dejar. Primero se ha de contentar a
semidioses y deidades. Ese día había que enviar misteriosas cartas y paquetes, era vital
dejarle las llaves a alguien, acariciar a un perro, decirle adiós a la abuela de otro, y
el encargado de cierta construcción no tenía fondos para el cemento. Así fue como hubo
paradas en San Isidro, Miraflores y Barranco, hasta que al fin nos encontramos en la
Panamericana, rumbo al sur.
Después de Pisco, la autopista se aleja sin pausa de la costa. En Ica está a más de
50 kilómetros del Pacífico. Esa era la bendición buscábamos, ya que si algo unía al
dispar y colorido grupo que abarrotaba el Toyota Land Cruiser de 1986 era la urgente
necesidad que sentía cada uno de nosotros de escapar un tiempo del estilo de vida moderno
limeño. David trabajaba en banca de inversiones, Rosi en la Embajada de Estados
Unidos, Claudia en un diario que quizá, algún día, se convertirá una novela, y yo me
dedicaba a empresas poco ortodoxas, como la fotografía y la escritura.
Una cruz y una costilla de ballena (la otra fue
robada) señalan
la Punta de Carhuas..
Más allá de Ocucaje, donde la Panamericana se aleja un poco hacia el este en su
periplo al sur, cogimos un desvío que nos mantuvo en rumbo a través del valle de Ica. El
cambio fue abrupto. Nos encontramos, de pronto, siguiendo caminos de huellas que corrían
a del desierto puro e inmenso. Eran amplios y estaban en uso, pero serpenteaban en todas
direcciones, bifurcándose caprichosamente. Los usaban principalmente los pescadores de la
costa, dedicados al buceo y las redes. No existen mapas de estas rutas. Hasta la gente de
la zona se pierde en ellas.
Para entonces, Alberto Benavides, otro comprometido fugitivo de la civilización, se
había unido al grupo con su pick up Toyota diesel último modelo. Ya éramos
cinco. Seis si contábamos a Wayra, su fiel sabueso.
Paramos a almorzar en el refugio de Alberto en este desierto del valle de Ica y
continuamos viaje a través del desolado paisaje hacia Puerto Caballas, cerca de la boca
del río Ica. Encontrábamos muchas huellas, pero una tras otra terminaba en un alto borde
de abruptas y empinadas escarpas o en intransitables terraplenes de arena. Esto continuó
toda la tarde, mientras veíamos cómo el precioso combustible se convertía en humo.
Al avanzar la tarde, el distante extremo sur de una larga loma reveló la bahía curva
y las esparcidas cabañas de pescadores de Puerto Caballas. El promontorio era asediado
por vientos y mareas. Cuando logramos resguardarnos, nos consoló inmediatamente la vista
de lenguado fresco. Los pescadores aceptaron cocinarnos alguno en sus destartaladas
moradas.
No se ponían de acuerdo acerca de si podíamos llegar mucho más lejos yendo por la
playa. Algunos opinaban que sí, en tanto que otros lo objetaban diciendo que había dunas
intransitables antes de Punta Olleros. Decidimos hacer caso de la visión más optimista y
partimos con el enfurecido viento a nuestras espaldas. Abriéndonos camino por la franja
de tierra en donde el mar se encuentra con la playa; condujimos hacia el norte, de prisa,
venciendo apenas el asimiento de la arena suave.
Al caer la noche, cruzamos la boca seca del río Ica. Rara vez, y sólo por cortos
períodos, corre el río durante la estación de lluvias en los Andes.
Si hubiéramos venido tres meses más tarde no lo habríamos podido cruzar. Durante El
Niño de 1997-1998 se convirtió en un torrente fangoso que inundó la ciudad de Ica y se
precipitó hacia el océano, en una demencial carrera durante tres largos meses.
Por fin encontramos un pasaje que llevaba al norte a través de los montes y más
adelante divisamos una mancha verdosa hacia el lejano noreste. "íEse es Puerto
Huamani!" dijo Alberto, pegando de alaridos. Se trataba de su refugio en el valle de
Ica. El mismo lugar en donde habíamos almorzado el día anterior.
Al día siguiente, tras recargar "pilas", volvimos a la carga una vez más,
en un esfuerzo menos ambicioso para llegar a la costa de Punta Lomitas, unos 35
Kilómetros al noroeste. Esta vez la ruta estaba más despejada y el límite único era el
Amplio valle. En la distancia, bajo nosotros, se extendía Punta Lomitas, un promontorio
desnudo lanzado hacia el océano sobre la rompiente.
Llegamos a la playa con la razonable sospecha de que podríamos seguir avanzando hacia
el norte sin obstáculos. Estábamos usando la guía de Ricardo Espinosa, Perú a toda
costa, en la que decía que buena parte de esta ruta era sólo para
"experimentados" y que en Punta Azúa, unos 20 kilómetros hacia el norte,
encontraríamos en el camino con una infranqueable cadena de dunas. Los vientos
predominantes del sudoeste, creaban una suave pendiente hacia el sur en las dunas y,
dejaban una empinada caída en el borde norte. Yendo hacia el norte, pensamos que
podríamos subir las colinas sureñas. Si estábamos equivocados tendríamos que volver
atrás, al valle de Ica, una vez más.