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Las Momias de la Laguna de los Cóndores


Condor Lake Photo - click to enlarge
Michael Tweddle

 

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Peter Frost




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Michael Tweddle

Las momias pueden alterar los planes mejor trazados. Fue así que, en junio de 1997, me detuve para merendar en Leimebamba, un pequeño poblado ubicado a 2,100 metros de altura, en la ribera oriental del Marañón (departamento de Amazonas), de camino a un lugar totalmente diferente, con cierto grupo de personas. Al enterarnos del hallazgo de una momia en unas montañas cercanas, logramos agenciarnos una invitación a fin de dar un vistazo al material recuperado. Y nos encontramos contemplando la más fina colección de objetos incaicos jamás desplegados sobre las bancas y mesas de un municipio provincial.

Incluso un inventario superficial hubiera abrumado a cualquier persona: un gran manto rojiazul, tan perfecto, que podría haber sido tejido ayer; docenas de vasijas sin un solo despostillado; cetros de madera tallada; jarrones de madera; calabazas decoradas; un exótico recipiente tallado, de uso ritual (para beber), con grandes picos curvos cruzados entre sí; y varios quipus. Sí, quipus!, esos adminículos incaicos que raramente se encuentran y que están hechos con cuerdas anudadas para llevar registros. Hallados en un contexto, podían incrementar considerablemente nuestros conocimientos sobre la cultura incaica.

Mas aún, estaba claro que parte de los objetos no eran incaicos o lo eran aunque presentaban una marcada influencia de otras culturas. Algunas de las vasijas parecían provenir de la cultura Chimú, que los incas conquistaron; algunas máscaras y cetros de madera parecían pertenecer más al estilo chachapoyano muy extendido antes de que los incas conquistaran esta región; y una vasija incluso mostraba claros signos de influencia colonial española. Cuatro fardos de momias, bien envueltos en sencillo algodón de color crema yacían en el piso. Estos tampoco mostraban signos de deterioro.

La cabeza me daba vueltas mientras nos dirigíamos a Chachapoyas. Acababa de ver algo completamente distinto a mi experiencia en cuanto a hallazgos arqueológicos. Lo más sorprendente era que se trataba únicamente de una fracción del tesoro arqueológico. Arriba, en las montañas detrás de nosotros, permanecían las tumbas con su contenido, mayormente intacto.

Al día siguiente, habiendo alterado totalmente mi itinerario, me encontraba de vuelta en Leimebamba. En el aire se percibía una especia de fiebre por las momias. Pequeños pero inconfundibles signos de dólar se reflejaban en los ojos de algunos lugareños, en medio de la genuina cordialidad de lo que algún día se podrá llamar La Vieja Leimebamba-como solía serlo antes del hallazgo de las momias-. El comité local del Instituto Nacional de Cultura (INC), que se constituyó a toda prisa, me cobró 20 soles por usar el largo y fangoso camino que conducía hacia un lugar al que casi nadie iba. Para ellos habría sido como ganarse la lotería.

A la mañana siguiente, bajo un cielo azul en el que destacaba una nube cirro, acompañado por dos mulas, un viajero australiano llamado Chris, y Leoncio Cotrina, un paisano local, emprendí un viaje de diez horas hacia la Laguna de los Cóndores.

Avanzamos a lomo de mula a través de un sucio y sinuoso sendero que nos conducía a las colinas, al este de Leimebamba. Esta parte del Perú se caracteriza por una larga temporada de lluvias y una corta estación seca, y las colinas que nos rodeaban lucían verdes y boscosas, con muchos pastizales despejados. Seguimos un tramo del sendero empedrado que parecía ser un camino inca.

A medida que dejábamos atrás las praderas arboladas y ascendíamos por prados de color caoba, empezamos a toparnos, cada vez con mayor frecuencia, con profundos charcos de oscuro barro. A menudo las mulas se hundían hasta la panza, corcoveando aterrorizadas, por lo que nos veíamos obligados a bajarnos de sus lomos para conducirlas hacia tierra más seca.

Almorzamos en un paso alto y luego empezamos a descender por otra vertiente. El barro era cada vez peor, teníamos que desmontar con frecuencia y los charcos parecían sucederse kilómetro tras kilómetros. En una ciénaga, nos encontramos con Homer Ullilen, joven de 25 años, propietario de un rancho en Laguna de los Cóndores, quien estaba arreglando, con dos de sus peones, la carretera. Nos explicó su técnica. "Introducimos un palo y si nos topamos con roca sólida extraemos el fango. Si no, colocamos leños encima del palo." .endarticle.gif (44 bytes)

Por Peter Frost
Año III/Número11 , Página 36
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